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Mis recuerdos de la guerra de abril

Por Rafael Pineda.
Montevideo, Uruguay-El 24 de abril del 1965, día que empezó la revolución, yo era un muchacho que no había cumplido la mayoría de edad.


Vivía en la calle José del Carmen Ramírez, detrás del parque José María Cabral (llamado socarronamente “Parquecito de los burros”, por causa de un pasado fundacional que no había sido olvidado). Era una plaza del tamaño regular de una cuadra, ornamentada con un arbusto que produce una flor de rojo intenso a la que llamábamos “sangre de Cristo”; ahí nos reuníamos los muchachos de ese barrio.

En recuerdo lejano la memoria me transmite la información de que era más o menos pasado el mediodía cuando, en el radio Philips de mi madre escuché las vibrantes exhortaciones patrióticas del locutor Luis Acosta Tejeda y la potente voz de José Francisco Peña Gómez haciéndole el llamado a todo ciudadano que se sintiera identificado con los ideales de la Constitución del 63 y con el retorno de Juan Bosch al poder, a manifestarse en las calles, concentrarse en las plazas públicas y esperar las instrucciones del movimiento insurreccional recién iniciado.

Tras 121 años de dictaduras la República Dominicana tuvo con Juan Bosch un primer gobierno democrático, respetuoso de los derechos humanos, con una auténtica plataforma de desarrollo económico, educativo, científico, industrial y cultural.

Su cautivante discurso lleno de imágenes realistas, sus novedosos enfoques sobre la confrontación entre el “tutumpote” y el “hijo de machepa”, su desbordante carisma, el vínculo diario con el pueblo, la sabiduría que transmitía acumulada por el contacto con la obra de Eugenio María de Hostos y Juan Jacobo Rosso, el acercamiento con la Ilustración y con los ideales de la Revolución Francesa, hicieron que, a su retorno tras largos años de exilio en Bolivia, Chile, Cuba, Puerto Rico, Guatemala, Venezuela y Costa Rica, los dominicanos lo viéramos como el Mesías que traía la redención a los oprimidos.

Era lo mejor que había pasado desde el nacimiento de la República. Pero la Iglesia, la oligarquía y el gobierno de los Estados Unidos asumieron la tesis de que ese hombre tan carismático con tanto conocimiento y dominio de la historia, era peligroso para un país con una tasa tan alta de analfabetismo.

Vieron a Bosch como un riesgo para sus intereses y estrangularon con un golpe de Estado militar el primer sueño democrático de los dominicanos. Desde entonces reinaron la frustración y el caos.

Eso ocurrió la madrugada del 25 de setiembre del 1963 siendo John F. Kennedy presidente de los Estados Unidos y ahora, 19 meses después, aquí estaba el poder popular tomando las armas y las calles de Santo Domingo, ejerciendo su soberanía, instaurando de nuevo la legitimidad de la Constitución que se había dado y devolviéndole el gobierno al hombre que mejor lo había representado.

Mientras en Santo Domingo el pueblo armado derrotaba en Ciudad Nueva, en la Batalla del Puente Duarte y en la Fortaleza Ozama a los militares golpistas, en San Juan, y en toda la República, las multitudes se acantonaban. Así hasta el 28 de abril cuando entraron por las ensenadas del Puerto de Santo Domingo miles de soldados estadounidenses dispuestos a ahogar en sangre el destino de los dominicanos.

Tomé en serio las palabras de José Francisco Peña Gómez y, aprovechando un descuido de mi madre y de mi abuela, dejé la radio encendida y salí a la calle, tomé la avenida Anacaona hasta la avenida Independencia dirigiéndome al Parque Sánchez.

Caminaba rápido, unas veces corriendo y otras trotando, emocionado porque se iba a restablecer la constitucionalidad. Vi a miles de hombres, mujeres, jóvenes, niños, saliendo también de sus casas y uniéndose a la avalancha humana que gritaba las consignas “Ni un paso atrás”, “Fuera yanquis de Quisqueya”, “Constitución”, “Juan Bosch al poder”.

En el Parque Sánchez, estaba reunida la multitud. Los liceales tomaron el control del movimiento. Sobresalían los rostros de César Bautista, Frank Fernández Sánchez (La Bollinca) Teófilo Bello, Manuel Herrera (Manuel Los Hierros), Papo (“Bazuca”), “Aguilita” Paulino, José Nicanor de la Rosa.

Después de varias horas de espera entre argumentación y consignas pidiendo el retorno de Juan Bosch al poder y la aplicación de la Constitución, uno de los oradores informó que el coronel Pérez Guillén, comandante de la Tercera Brigada del Ejército, se puso del lado del pueblo y que iba a entregar las armas bajo su control.

Había que procurar esos hierros y la multitud enardecida se volcó hacia allá. Estuvimos varias horas frente al recinto militar esperando que se abrieran las puertas. Tras una larga espera un mensajero informó que el coronel estaba esperando un poco más de tiempo, quería que las cosas se definieran mejor antes de entregar las armas y pedía a la multitud que por favor tuvieran paciencia.

¿Paciencia? Empezamos a tomar las calles de nuevo, entramos por la 16 de agosto hasta la Mariano Rodríguez Objío donde se detuvo la marcha. En el techo de una lujosa residencia situada en esa esquina había una poderosa antena.

Dijeron que en esa casa funcionaba un centro de espionaje y que desde allí le mandaban mensajes cifrados a las tropas invasoras. Hasta el último minuto de ese día hubo intento por atacar esa casa, hasta que llegó alguien a persuadir a la multitud de que quien allí vivía era un señor de apellido Herrera, un inofensivo hombre de negocios.

Entonces volvimos al Parque Sánchez donde esperaban los camiones que, para trasladar a los que irían a Santo Domingo a combatir, había puesto al servicio de la revolución el comerciante español residente en Juan de Herrera Emiliano Hernández. Monté en uno de esos camiones pero, a pesar de que estaba próximo a cumplir los 15 años el aspecto físico me hacía parecer más joven y los adultos me obligaron a bajar.

Ellos se fueron a cumplir con su deber y yo quedé en San Juan escuchando por la radio el desarrollo de los acontecimientos, los mensajes que desde la zona de guerra transmitían los locutores combatientes, Fredy Beras Goico, Rivera Batista, Acosta Tejeda, Franklin Domínguez, Mario Báez Asunción, Ercilio Veloz, Plinio Vargas y otros.

En una reciente conversación con mi compueblano Teófilo Bello (“Pipiro”), quien al momento de comenzar la insurrección era el presidente del Sindicato de empleados del comercio, y quien se convirtió en uno de los comandantes de la guerra, me contó que a su llegada el grupo de sanjuaneros se integró al Comando B-3, pasando luego a ocupar unas instalaciones propiedad de Moro Peña en la calle Hernando de Gorjón. Así, asesorados por el comandante Héctor Lachapelle Díaz, se conformó el Comando Sanjuanero, distinguiéndose entre sus miembros los combatientes Guillermo Bautista, Hungría Mesa, Rafael y Aguilita Paulino, Juan Bautista Valenzuela, Juanín Cofresí, Fernando Oviedo y Mario Terrero (éste acompañó al comandante Francis Caamaño hasta su último combate en febrero del 1973).

El pueblo dominicano tuvo por segunda vez en un lapso de 49 años, que enfrentar con piedras, espejos y bombas molotov, al Ejercito más grande del mundo. Me contaba Teófilo Bello que las armas de calibre pesado utilizadas por el improvisado Ejercito popular, eran las que les iban quitando al enemigo.

El 31 de agosto del 1965 se le puso término a la guerra mediante la firma de la denominada “Acta de Reconciliación”, la cual devino en un engaño que frustró las esperanzas de aquella generación y provocó un nuevo alzamiento del coronel Francis Caamaño en 1973.