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CAMINO AL PICO DUARTE

Por Rafael Rodríguez
Constanza,-En las horas de la madrugada, cuando las hojas de los árboles tiritan heladas, un chorro de nube de una blancura espectral penetra el valle de Bao o el del Tetero y se recuesta sobre la grama como si fuese a dormir. Se desliza a cero grados centígrados y aún menos de cero.
Parecería que, en su pureza original, no quisiera dejarse ver de la gente o de algún otro animal menos severo.
Escoge los momentos menos públicos de las horas calladas para invadir la soledad y el sueño.
Cuando la gente despierta por la mañana siente la fascinación por ese velo traslúcido, que no llega a ser nieve y que se derrite bajo el imponente que se despereza allá arriba.

Una visión de esa calidad en el Caribe si no desconcierta por tratarse de una zona calurosa en casi cualquier época del año y en cualquier lugar, al menos mantiene la idea de que pisamos un pequeño continente de posibilidades que la noche, llena de sospechas, no puede escamotear.
Es probable que aparte de reencontrase con esos amplios espacios impolutos y llenos de vegetación, las limpias cascadas y la certeza del descanso, la gente se vea atraída a sentir en sus manos el hielo que vino volando en la oscuridad o revelada por la luna, como un fantasma inédito, desde las entrañas de la Cordillera Central.
Estamos en el escenario superior, en la imponencia de la montaña, su oscura soberanía distante.
Esa masa sorprendente no muestra sin esfuerzo la prodigiosa vitalidad que alberga.

Hay que acercarse a sus dominios suaves y acogedores -como por igual violentos y abruptos en las temporadas de tormentas- para sentir su fuerza expansiva, el movimiento de sus criaturas, la música que le organiza el viento, la presencia de aquello que no tiene relación con las palabras, que las perfora de artificialidad.
En ella vive Cibeles y es Cibeles, símbolo de la fuerza en la vida griega, en su edad de oro.
Todos los portentos, con plenitud, le pertenecen. Es asimismo la Shaki de Shiva en el multitudinario universo mitológico del panteón indio.
No es menos celeste que el mismo cielo al que mira de manera incesante como si lo sostuviera entre sus brazos.
La montaña cósmica, primordial, puebla asimismo el Antiguo Testamento.
No hay textura cosmogónica que no la tome en cuenta como deidad o como figura central.
A mayor altura, mayor sentimiento de seguridad como el que funda una fortaleza formidable.
Es lo que ha sido llamado con fundamento telúrico el ombligo de la tierra.
Puede ser un ente divino en un pueblo, una vía celeste en otro, una antesala del paraíso en el siguiente.
Toda montaña vence si el uso de las fuerza, domina sin dominar.
En su altivez manifiesta, se la encuentra harto poblada de símbolos.