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En la montaña un cilindro de gas y una cocina dentro escuela mantienen al borde del peligro 28 alumnos

Por  Vianco Martínez 
CORDILLERA CENTRAL: Hilario, hijo distinguido de la montaña y custodio de las mil historias que guarda esta cordillera, dice: “El problema de esta escuela es que no existe”. 

Está hablando de la escuela Justo Pinales, que queda donde empieza el parque nacional José del Carmen Ramírez, por el sur, en la comunidad Los Rodríguez, y que acoge a veintiocho alumnos amontonados dentro de una oscura rancheta. 

La Justo Pinales no es una escuela, es una iglesia de tablas viejas, mancillada por la intemperie, sin luz, sin agua, sin baño, sin espacio y con las alas rotas. Igual que en la lejana Fundo Viejo, el maestro, cuando llega la noche, no sabe ni siquiera dónde va a dormir, y al igual que en toda la zona alta de Padre Las Casas, La Rancheta no ofrece ninguna condición para impartir clases con dignidad. 

Lo que no tienen los demás centros de la montaña lo tiene este: un tanque de gas activo y una cocina dentro de la misma aula. Está situado justo al lado de la pizarra y apenas a un metro de donde se sientan los alumnos a recibir clase. –¿Profesor, y por qué no lo sacan para el patio? –Pues, porque ya lo hemos sacado varias veces y cada vez se lo roban, entonces no tenemos más opción. 

El tanque dentro del aula representa un peligro pero también es una expresión de la manera precaria en que se desenvuelven los centros escolares de la zona montañosa. Hilario y su sombra Hilario Pinales vive junto a su sombra en las hermosas llanuras que conforman Los Rodríguez y sus ojos están hechos a la medida de su tierra, de sus cielos y sus atardeceres. Calla cuando hay que callar y tiene el privilegio de ser amigo de los pinos y los helechos del camino. 

Toca güira, atabales y acordeón y es delegado de la Iglesia católica en la montaña. Y cada domingo, cuando va a la misa, lleva dos sacos de oraciones y nunca olvida implorar al Altísimo por una escuela. “Cada día pedimos al cielo para que ablande el corazón de los funcionarios que se encargan de las escuelas por aquí; quizás un día el Señor nos escuche”. 

La tristeza de esta escuela arrastra una larga genealogía: “Tenemos más de veinte años luchando y como usted puede ver, es poco lo que hemos conseguido”, sostiene Hilario. Lo único que han logrado Hilario y los suyos es la designación de un maestro y fue con el apoyo de un sacerdote, años después de hacer mucha sala en los despachos oficiales, de girar una y mil visitas a los incumbentes, de pasar mucha vergüenza propia y ajena tratando de que alguien los escuchara, después de humillarse ante los funcionarios del Gobierno y de mendigar a medio mundo un poco de atención. 

En siendo autoridades, candidatos y notables de Padre Las Casas los han “molestado” a todos. Y de nada ha valido. La escuela Justo Pinales llega hasta sexto grado pero el profesor Michel Alcántara dice que no puede solo con tanta carga y está pensando que la única alternativa será, en caso de que el Ministerio de Educación no designe a otro maestro, dejar de impartir el sexto para poder manejar la sobrecarga académica. 

El maestro tuvo que hacer una distribución surrealista de los grados: primero, segundo y tercero en la mañana, y cuarto quinto y sexto en la tarde. Para poder manejar la situación en cada tanda, puso tres mesas en el interior de la pequeña, y cada una es un grado distinto. 

 Este año pasó a séptimo un grupo de alumnos, la mayoría muchachas adolescentes, y ahí están, en el límite del límite. Sus madres dicen que prefieren que se queden sin estudios a tener que mandarlas a otra comunidad con el riesgo que presentan los caminos. “Mejor las acabo de criar aquí para que no vayan a hacérmeles un daño por ahí"”, dice la madre de dos de ellas. 

Los muchachos vienen de varias comunidades, entre ellas La Ciénaga, a esa hora en que los caminos están cubiertos de rocío. Y la estampa es la misma de toda la cordillera: a pie, en mulos y a lomo de caballo, sorteando las aguas y los vientos, lidiando con caminos destruidos y grandes distancias, y cargando ellos solos el peso del mundo. 

Cuando se vaya a hablar de la injusticia y a contar la historia del olvido, hay que hablar de ellos, de estos niños que flotan en el aire de la nada, tambaleándose en la espesura del tiempo. Los niños de Los Rodríguez son inocencia que mira al futuro, ternura herida de la cordillera. Si se les mira directo a los ojos, sus miradas siempre están tristes. Pero cuando ríen, hacen mañanas con su risa. 

Un niño sin escuela es una culpa contra todos, en especial contra aquellos que teniéndolo todo no hicieron nada para remediar la tristeza del mundo. El legado de un hombre Había una vez un hombre que amarraba su caballo a la sombra de los pinos, un hombre que tenía el don de gente metido entre los poros. 


Justo Pinales era su nombre, y la música del viento, su más alto honor. Padre de una generación de agricultores y de bailadores, don Justo dejó un legado de trabajo y dignidad que perdura en estas tierras, y con su lucha y su desinterés dio motivos para sembrar su ejemplo en esta escuela, que hoy lleva su nombre.
Por aquí pasó Mesino, el alcalde de la cordillera, en su caballo blanco y con su pistola al cinto; por aquí estuvo Juanita, la niña de los ojos del color de la aurora, cabalgando hacia el naciente, con la montaña clavada en sus pupilas y persiguiendo mariposas; por aquí anda suelto aún el espíritu de aquellos hombres y mujeres que lucharon por esta escuela y partieron sin verla florecer. 

 A la altura de las nubes Situada a la altura de las nubes, Los Rodríguez es una comunidad que se tambalea entre el pasado y el presente. Está entre El Gramazo y Fundo Viejo, cerca de los arroyos El Córbano y Ojo de Agua, en un gran valle intramontano, a unos 1,280 metros sobre el nivel del mar. Según el Instituto Cartográfico Militar, ocupa 2,761 metros lineales y 2,474 metros cuadrados. 

Sus montañas y sus llanuras están sembradas de largas esperas y de profundos silencios, como si el mundo hubiera aprendido a callar y a esperar en esta cordillera. Sus ocasos están hechos de medios tonos y la paz de su gente se suma a la paz de los caminos. Tiene 128 habitantes pertenecientes a 38 familias dedicadas a la siembra de habichuelas, maíz y productos menores. 


Sus recodos y veredas están llenos de historias y leyendas, algunas que nacen en Nalga de Maco, la montaña insignia de la zona. Las mañanas en Los Rodríguez construyen un palacio de luz en cada gota de rocío, con colores luminosos que van desde el violeta más pardo hasta el plateado más intenso, colores que cambian el mundo y se degradan de un segundo a otro, mientras el alba se hace adulta. 

Hilario Pinales sigue siendo silencio en la montaña y sigue luchando por su escuela. Hilario siempre está de pie frente a la tarde, y a sus pies está la llanura entera para escucharlo. Aunque la olviden, su tierra nunca pierde el hilo de sus ilusiones y siempre está vestida de luz y rebosante de estrellas luminosas. 

Cuando la esperanza ha corrido el riesgo de convertirse en una ruina, Hilario no lo ha permitido. “Nunca dejaremos de luchar por esta escuela porque nunca vamos a perder el derecho a la esperanza.” 05/09/2016.